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¿VALE LA PENA SALVAR EL SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN?

¿VALE LA PENA "SALVAR" EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA?




Introducción:


1.- Comienzo expresamente por llamar a este sacramento con este nombre tan noble y hermoso como un anticipo de lo que considero necesario aclarar sobre esta experiencia cristiana.


2.- El primer síntoma de la desfiguración que ha sufrido el sacramento se expresa ya en el hecho de darse a conocer con un nombre de connotaciones tan peligrosas y específicas como lo es la palabra “confesión”.La actuación piadosa de ”Confesarse” se percibe así automáticamente como una actividad privada e individual. El mismo nombre ha servido, entre otras cosas, para convertirlo en una ocasión para “confesar los pecados” de los otros, o sea para “soplar”,”quejarse de los otros” ante el sacerdote, o para “confesar los pecados propios” en la modalidad de un “acusarse”, “descubrirse” ante el sacerdote.


3.- No se puede negar que estas dos concreciones a las que hacemos referencia no son en sí necesariamente negativas. Esta posibilidad de encontrar en el sacerdote una ocasión para desahogarse, sentirse escuchado, recibir algún consuelo u orientación no deja de ser un servicio muy cristiano y muy humano sobre todo en esta sociedad que privilegia una comunicación tan utilitarista y despersonalizada.


4.- Pero, tenemos que decirlo sinceramente: esta evolución que ha sufrido el sacramento lo ha llevado a ser una expresión lastimosamente reducida en profundidad, autenticidad y eficacia sin hacer alusión a la completa negación del carácter comunitario de todo sacramento.

5.- Sé que sería extremadamente oportuno en este momento hacer un recorrido bien documentado de carácter histórico para enterarnos del por qué de esta evolución que ha sufrido la práctica del sacramento. Lastimosamente no me siento por ahora con esa competencia. Pero lo poco que sé sobre la historia de la práctica de la reconciliación en la Iglesia católica me hace pensar que casi solo con lo que se descubre en ese acontecer histórico daría suficiente argumentación para promover un transformación urgente y radical en lo que hoy obligamos a hacer a los fieles en nuestra Iglesia amparados en costumbres que tienen una justificación tan relativa .
¿Y por qué la urgencia de una transformación radical de la práctica católica de la reconciliación sacramental ?


1.- En primer lugar por la muy cristiana responsabilidad que todos tenemos en liberar a nuestros prójimos de toda situación que conlleve sufrimiento innecesario , violencia sicológica injustificada, peligros nada hipotéticos de abusos, coacciones y arbitrariedades . Y lamentablemente tenemos que decir, por honestidad y sin escrúpulos, que esta práctica es percibida por una mayoría de los fieles normales fundamentalmente como lo más parecido a un instrumento de castigo y tortura . Y esto no tiene validación en el comportamiento histórico de Jesús de Nazareth ante los pecadores.


2.- Otra razón de la urgencia es el hecho de que hemos llegado o una práctica de la confesión que deforma sustancialmente el propósito mismo del sacramento.La versión que se trasmite y enseña a los fieles hace que solo por vía de excepción esta experiencia se viva como un evento de conversión interior. Lo que se privilegia es la mecanización y la mayoría de las veces todo ocurre sin que en el sujeto se dé internamente ninguna movilización del corazón ni un serio propósito de remediar los daños causados ni de poner medios eficaces para una transformación de cierta profundidad.


3.- Otra razón es el hecho de que el concepto de pecado que sirve de motivación para el sacramento es un concepto desproporcionadamente teologizado. Describir el pecado fundamentalmente como ofensa a Dios lleva inexorablemente a desdibujar la relación entre pecado y daño al prójimo o a sí mismo que es la relación que, en clave cristiana, convierte a una acción en pecaminosa o no pecaminosa. Y esto será así hasta que el amor al prójimo sea el mandamiento principal “semejante al primero”.El pecado es ofensa a Dios, podemos decir, que secundariamente y eso porque Dios en ese amor infinito que nos tiene ha querido dejarse afectar por nuestras acciones como hechas a favor o en contra de El. “Tuve hambre y me diste de comer”.(Mt.25,35) Pero privilegiar en la conciencia de pecado el “daño” que se le hace a Dios, esto, además de ser un literalización artificial, tiene el gravísimo efecto de que el prójimo dañado por mi pecado no cuenta nada en el momento de mi arrepentimiento. Mi pecado lo resuelvo unilateralmente con Dios y con una mediación también artificial de un ministro “sagrado” sin que me sienta necesariamente obligado a reconstruir lo dañado. Las “tres avemarías” de penitencia me devuelven la solvencia sin que mi víctima pueda aspirar realmente a un desagravio. Si esto no es una deformación, no sé qué otro nombre podría dársele.


4. La otra razón, que quizá a la larga será la más definitiva para impulsar un cambio,porque “así funcionan las cosas”, es que este sacramento está verdaderamente en vías de extinción entre el pueblo cristiano. Y no nos consolemos con el hecho de que siempre habrá gente que “busca el confesionario” ya que esas personas podrían satisfacer más apropiadamente las necesidades que las lleva al “confesionario” en una práctica más adecuada, mejor instrumentada, más sistemática, más comprometida y con continuidad que es lo que se conoce con el nombre de la consejería. Así quedaría el Sacramento de la Reconciliación para lo que tiene que ser.


Tampoco nos consolemos con las muy respetables y hermosas prácticas de confesión que realizan las personas más devotas. Porque todos sabemos que muchas veces son prácticas compulsivas, obligadas por instancias superiores, motivadas por miedos no curados y en la mayoría de los casos, y sin dejar de respetarlos e incluso de protegerlos como derecho de los fieles, sabemos por experiencia, que se trata de rutinas repetitivas y sin mayor trascendencia en la dinámica espiritual. Si queremos recuperar la verdadera reconciliación sacramental todo esto debe ser revisado.


¿Y qué tendría que pasar para que recuperemos el sacramento de la reconciliación ?

1.- Volver a aprender desde la praxis histórica de Jesús de Nazareth y no de ninguna legislación subalterna, el verdadero concepto de lo que es pecado y su relación incondicional con el mandamiento del amor al prójimo. En otras palabras, se trata de “desteologizar” el concepto para superar actuaciones más propias de otras expresiones religiosas paganas que de la propuesta de Jesús.

2.- Rebajar ese inexplicable y antipático protagonismo clerical al que se llegó por una coyuntura histórica que no es de derecho divino ni de sintonía con el evangelio y que urge superar por anacrónico. Los que estamos en “estas lides” sabemos por experiencia cuán difícil resulta justificar ante fieles de excelente voluntad y suficientemente inteligentes y racionales, la “mediación” muchas veces mecánica y superficial del sacerdote en esta situación tan existencial y delicada del pecado. Cuán difícil es justificar la necesidad de esa mediación forzada y hasta violenta de un sujeto que es muy difícil no verlo como alguien absolutamente extraño al que hay que inmiscuir extemporáneamente en una realidad tan delicada y privada con la que normalmente no tiene ninguna relación.
NOTA BENE: VER EL APÉNDICE SOBRE “LA CONFESIÓN AURICULAR” “PURGATORIO, INDULGENCIAS” .AL FINAL


3.- Desarticular una serie de equivalencias dañinas que hemos enfatizado insistentemente.. Desarticular, por ejemplo, esa relación que hemos remachado entre una meticulosidad detallada y morbosa de la confesión y la mayor calidad del sacramento. Desarticular esa equivalencia que hemos enseñado entre el tamaño de la vergüenza que sientes ante el “confesor” y la calidad de tu confesión. Erradicar de las mentes el binomio confesión-pago por haber pecado.Este sacramento no es el pago o castigo que tienes que sufrir por haber pecado, ni la cuota que tienes que pagar para merecer el perdón. El perdón es gratis, pero si algo lo posibilita es el arrepentimiento , no la tortura de la confesión.


El Sacramento es la ayuda que recibes de la comunidad para que asumas con agradecimiento el perdón que Dios nunca niega y el apoyo del Señor y de la comunidad para que “no vuelvas a pecar”.


4.-Retomar el sentido comunitario del sacramento para lo cual tenemos que reeducarnos todos. El carácter comunitario del sacramento será posible en la medida en que vayamos promoviendo una vivencia comunitaria y no masificante y consumista de nuestra fe cristiana. En la medida en que nuestros templos sean supermercados del consumismo religioso, todas las expresiones de la fe tendrán sabor a mercancía y tendrán que expedirse individual y privadamente como tiene que procesar la cajera de la Central Madeirense las cuentas de los compradores.

5.- Desterrar cualquier coacción física, institucional, moral, sicológica con la que se obligue a los fieles a la práctica del sacramento. Especialmente corregir las conductas coercitivas practicadas en congregaciones religiosas, colegios, cuarteles, cárceles, etc. Insistir en la necesidad de la contricción y el arrepentimiento como condición previa a cualquier experiencia religiosa, pero no condicionar la posibilidad de participación en otras experiencias religiosas a la realización explícita del sacramento de la reconciliación.


6.- Hacer la catequesis y acompañar la praxis de un proceso de reconciliación en el que se dan pasos parecidos a estos:

(1) Tomar conciencia del daño que hago a los demás o el daño que me hago a mí mismo. Y tomar conciencia de los beneficios de los que privo a otros por mi omisión. En la medida en la que concientice que hay gente que sufre , que está siendo despojada, tratada injustamente, humillada, manipulada , empujada a la desesperanza por mi culpa, en esa medida seré menos dañino y más ganado para sembrar felicidad en los otros. Si el daño que hago al prójimo sólo me hace sentir como “infractor” de una norma, como reo de la ira de Dios, esto solo me inducirá a implementar un camino de reconciliación ineficaz en orden a mi responsabilidad con el daño hecho. Lo verdaderamente útil es descubrirme como capaz de dañar y responsable de daños. Esto me hará menos peligroso, menos dañino.


(2) Promover internamente el sentimiento de dolor y arrepentimiento por el daño hecho y por el bien no hecho. Este es el momento más importante y sublime de la reconciliación porque aquí es donde se activa el amor que me hace padecer por haber hecho sufrir a alguien. Si me duele es porque amo. Si no me duele, es porque aún no amo. Si no amo ¿ qué hago aquí , en esta escuela del amor que es la comunidad de Jesús ? En este momento del proceso es cuando realmente se da la reconciliación. “Un corazón contrito, tú Señor , no lo rechazas” (Sal.51,19). Siendo este el momento central, sabemos cómo en la práctica normal del sacramento tiene un relieve y motivación casi nulos.


(3) Programar la reconstrucción de lo destruido. De la fama rota, del cariño decepcionado, de los bienes materiales expropiados, de la justicia negada, del apoyo negado, del desprecio manifestado, del prejuicio restregado, de la manipulación, de la utilización del otro en mi provecho, etc. Esa enmienda la necesita mi víctima y por eso el efecto de este sacramento debe llegar en primer lugar a los dañados por mi culpa. Que se preparen los corruptos, los padres irresponsables, los que juegan con los sentimientos ajenos, los manipuladores de miedos religiosos, etc. Las “tres avemarías de penitencia no resuelven absolutamente nada y son una invitación superficial a la reincidencia.


(4) Manifestarle a la Comunidad la buena noticia de mi arrepentimiento. De qué actitud o de que tipo de debilidad o de la falla en qué mandamiento me estoy doliendo y recuperando. Esta experiencia sería altamente inspiradora para la comunidad mientras que la práctica individual se da a espaldas de la misma. Esto es lo que suplantaría al innecesario y engorroso “decirle los pecados” al confesor.


Resulta a todas vistas obvio que esta revelación de mi arrepentimiento no puede tener las características de esos inventarios meticulosos y morbosos de las confesiones individuales que conocemos. No puedo incomodar a la comunidad con el relato detallado de mis debilidades. Sería de muy mal gusto. Para testimoniar mi arrepentimiento y mi disposición a la enmienda no me es absolutamente necesario referir detalles y circunstancias que serían propias de un juicio. Lo que edifica a la Comunidad es la hondura de mi dolor, la humildad de reconocerme pecador y mi propósito de curar a mis víctimas. No la compulsividad detallista de mi relato.


La Comunidad la preside normal pero no tendría que ser exclusivamente el Sacerdote.


(5) Comprometerse a realizar un gesto que tenga relación con el daño que he hecho, o con los rasgos e mi personalidad que necesitan más cuidado. Esta parte corresponde a la “euforia” del sacramento. He quedado tan redimido, tan recuperado, que voy a permitirme un momento de exceso con el que voy a regalar felicidad a alguien. Un gesto de reconocimiento, un regalo a alguien que lo necesita, etc. No tiene mucho sentido el usar la recitación del “Ave María”, el tierno saludo de Dios a María, o el Padre Nuestro como una penitencia o castigo. De lo que se trata en este momento del proceso es que yo active un mecanismo de exceso de amor para aportarle a la comunidad o fuera de la comunidad un efecto salvador puntual a causa de mi reconciliación. Se trata de implementar una “penitencia” adulta y no infantilizante.


Todo esto en un ambiente que combine el dolor que produce el haber dañado con la alegría de saberme perdonado y comprometido para hacer el bien,


Crear un ambiente de fiesta. Es la fiesta haber descubierto que había gente a la que había herido, a la que estaba dañando, ofendiendo y que ahora me dispongo humildemente a corregirme, a curarlas con el auxilio de nuestro Señor y la ayuda de la Comunidad.

Todo esto podría parecer muy paradisíaco, útópico. Bueno, o apostamos por este tipo de utopía que sí es realizable o nos mantendremos a tales niveles de mediocridad que la gente con sinceras inquietudes religiosas no aguantará por más tiempo tanto despropósito y seguirá buscando en otros “pozos”.


Esto sería triplemente trágico, porque, por un lado, demostraríamos un nivel alarmante de esclerotización y por otra desperdiciaríamos el enorme tesoro que la Comunidad Cristiana tiene en uno de los sacramentos con más incidencia en esa condición humana en la que quiso Dios involucrarse tan radicalmente. Privaríamos también a la humanidad de ese ejemplo que trasmite Jesús de Nazareth en el tratamiento tan absolutamente novedoso, liberador, inédito y potenciador de la inevitable e inexorable realidad del pecado humano.


CONCLUSION:


La recuperación de estas dos expresiones de la vida cristiana como son la Reconciliación y la Eucaristía es la condición inaplazable para devolverle a la Comunidad Cristiana su autentica patente como continuación del camino inaugurado por Jesús de Nazareth.


Miguel Matos s.j



NOTA BENE:
APENDICE: LA CONFESION AURICULAR:


(DOCTRINA SOBRE EL PURGATORIO Y LAS INDULGENCIAS)


La confesión auricular


Tras la penitencia pública aparecen formas penitenciales individuales o privadas. De entre todas ellas tendrá éxito definitivo la confesión auricular, que reclama responsabilidad del pecador, examen de sí, contrición, comunicar los pecados al confesor y cumplir la penitencia.


Se llama auricular, porque exige la confesión de las faltas cometidas, en privado y ante un sacerdote.


Esta práctica es generada por la actividad de san Patricio (+ 461), monjes irlandeses, san Columbano (+ 615) y otros, que evangelizan a pueblos rudos, con una nueva forma en poder de presbíteros itinerantes, impregnados por el método seguido por los pueblos germánicos para castigar las infracciones de los miembros de sus sociedades, y no usan la confesión pública, sino que practican la absolución privada tarifada, con las mismas partes de la antigua exomologesis.


La actividad se transmite desde Irlanda e Islas Británicas al continente europeo por las comunidades monásticas que emigraron a él desde aquellas islas. A partir del siglo VII, fue acogida por los reformadores carolingios, que aprobaron el doble estatuto de la penitencia (pública y privada); pero progresivamente se fue extendiendo el ejercicio de la penitencia privada, documentada en los textos de carácter hagiográfico o narrativo y, sobre todo, por la aparición gradual de los libri poenitentiales [libros penitenciales], que abundaron desde el siglo VII al XII, y de ellos se conservan muchos códices. En ellos se representa una lista de "penitencia tarifada", donde se hace una equivalencia, a veces, pecuniaria, pecado/cuantificación de penitencia, de fácil manejo y comodidad para sacerdotes. En ellos quedaban establecidas o tarifadas las penas para cada pecado, penas cuantificadas a partir de periodos más o menos prolongados de ayunos, penitencias y oraciones. Se corresponde con el antiguo derecho germánico, conservado en la tradición, usado también en supuesto equilibrio, falta/reparación (parecido al código de Hammurabi, 1710 a. C.).


En algunos sitios fueron rechazados los libri poenitentiales, como en el Concilio Cabillonense (811) (Mansi, XV, 191). A veces, "in ignem mittendos" [condenados al fuego], como en el Concilio de Paris (829), pero esto son excepciones. Su progreso fue imparable y puede verse el impacto dejado en los manuales de confesores de Raimundo de Peñafort, Summa de poenitentia o el de Juan de Friburgo, Summa confessorum, ambos del siglo XIII. Con las pertinentes modificaciones y adaptaciones a los nuevos tiempos, los manuscritos de confesión auricular proliferaron desde el siglo XIII al siglo XVIII.


Este modo de confesión se hizo cada vez más frecuente. Hasta tal grado llegó, que en el siglo XIII era frecuente entre los fieles una confesión semanal e, incluso, hay casos como el de santa Brígida (+ 1375) que hacía una confesión diaria.


En el Concilio IV de Letrán (1215) Inocencio III manda sub gravi [bajo grave pena] la confessio annua [confesión anual] y puede decirse que con ello alcanza su plenitud y consagración el método de la confesión auricular.


Su configuración debe mucho a los viejos fueros germánicos y a las formas de castigo o compensación de faltas que dichos pueblos utilizaban. He aquí un ejemplo de Wergeld o compensación por ofensa entre los germanos:


En la ley de los Visigodos, el número de sueldos de oro que se habían de pagar en compensación por una ofensa dependían de la edad y del sexo. Por el mal mortal infligido a:


La cantidad se reducía a la mitad si se trataba de una niña.


En la Ley Sálica, es decir, la de los francos salios, cada herida era meticulosamente tarifada, de una manera singular:


A este Wergeld había que añadir una multa que el culpable debía pagar al Rey por alterar la paz pública (5).


El Concilio Lateranense IV (1215)


El momento central de la historia de la Penitencia llega en 1215 con el Concilio Lateranense IV. Impuso a todos los fieles la obligación de la confesión anual: "Omnis utriusque sexus fidelis, postquam ad annos discretionis pervenerit, omnia sua solus peccata saltem semel in anno fideliter confiteatur proprio sacerdoti… alioquim et vivens ab ingressu Ecclesiae arceatur, et moriens christiana careat sepultura" [Cada uno de los fieles de uno y otro sexo, después que han llegado a los años de discreción, deben confesar individualmente con toda fidelidad al propio sacerdote todos sus pecados, al menos una vez al año… de otro modo, durante la vida será apartado de la entrada en la iglesia, y tras la muerte será privado de cristiana sepultura] (6). El decreto conciliar, canon 21, sella el nacimiento de la confesión moderna, concediéndole, además, un papel fundamental en la organización de la comunidad cristiana.


Se fue acuñando una doctrina sobre ella: Pedro Lombardo fija así sus elementos constitutivos: contrición de corazón, confesión de la boca, y satisfacción de obras. El Concilio Lateranense IV recogió esa tendencia, que ya no sería discutida. Dice en su cap. I: "Y una sola es la Iglesia universal de los fieles, fuera de la cual nadie absolutamente se salva", "y si alguno después de recibido el bautismo, hubiere caído en pecado, siempre puede repararse con una verdadera penitencia". Y en el cap. 21, habla del deber de la confesión: Confesión, al menos una vez al año, "de lo contrario, durante la vida ha de prohibírsele el acceso a la Iglesia y, al morir, privársele de cristiana sepultura".


Pero con la confesión auricular cambia el primer sentido de la penitencia, ya que ahora no es sólo "reconciliación" con Dios y la comunidad, sino que a semejanza de los castigos germánicos se convierte en "el juicio de la penitencia", Tribunal que ratificará y precisará el Concilio de Trento (1545-1563) y así se mantendrá hasta la actualidad.


Con la práctica de la penitencia y el deber de confesar cada falta oralmente, surge el problema de conocer el delito, es decir, hablar sobre el pecado, para que el "juez" tenga elementos de juicio para dar sentencia e imponer pena. Se exige tanto al penitente como al confesor una nueva "cultura del pecado" y retomando la práctica de los rigurosos monjes irlandeses, que tarifan las penas debidas por cada pecado, a semejanza de las tablas germánicas que tarifan las multas impuestas a los transgresores de sus fueros, a lo largo del siglo XIII, fundamentalmente, se despliega una intensa actividad -especialmente en los sermones de órdenes mendicantes como dominicos y franciscanos-. El sacerdote debe procurar que hasta el más ignorante confiese todos los pecados cometidos: Los manuales de confesores, elaborados por los moralistas tratan de conocer el pecado y sus circunstancias, para calibrar el daño y poner los remedios adecuados al mismo, y cargarle con la correspondiente sanción o pena que son, aparte de castigos en el más allá, determinados castigos o penas en esta vida.


El proceso se irá adaptando a las correspondientes épocas. Según que época, en tratados morales, sermones y primeros catecismos, aparece tratado con mayor intensidad el pecado que goza de mayor actualidad en el momento: la soberbia del feudal, la avaricia de comerciantes y prestamistas, la pereza de los monjes, la lujuria, nociva a la reproducción, de donde la lucha contra el adulterio y la sodomía, y así sucesivamente.


El Concilio de Trento (1545-1563), sesión XVI, c. VI, acabará por mostrar la confesión auricular como una práctica de origen divino:


"Si alguno negare que la confesión sacramental está instituida o es necesaria de derecho divino, o dijere, que el modo de confesar en secreto con el sacerdote, que la Iglesia católica ha observado siempre, desde su principio, y al presente observa, es ajeno de la institución y precepto de Jesucristo, y que es invención de los hombres, sea excomulgado".


Penas y purgatorio


En la confesión, la absolución perdona el pecado o culpa, pero no las penas o multas debidas por éste, que debían saldarse mediante penas temporales a cumplir en la tierra y en el más allá, en un lugar que ya, en el siglo XIII, aparece plenamente configurado como el purgatorio.


La configuración del purgatorio se produce entre los siglos XI y XIII, recogiendo una tradición difusa del antiguo culto cristiano a los muertos. Los teólogos lo definen como tercer lugar del más allá. Las reflexiones de los teólogos en lucha contra los herejes, acusados de negar la eficacia de los sufragios por los difuntos, reafirma la existencia de ese lugar. Animan a los vivos a ocuparse de librar las almas de sus allegados, atormentados en el purgatorio. Su existencia es defendida con firmeza por la Iglesia (7): Las Constituciones sinodales de Sevilla (1604-1609) dicen: la Iglesia "constanter tenet Purgatorium esse, animasque ibi detentas fidelium suffragiis iuvari" [ha mantenido constantemente la existencia del purgatorio, y que las almas de los fieles que están alli son ayudadas mediante sufragios].


Como la penitencia introducida por los monjes irlandeses se basaba en la penitencia codificada, según pecados, y en el principio de la conmutación de penas, se buscan formas de compensar esas deudas pendientes de los difuntos y que debían pagar antes de ir al cielo. En esa tarea se les podía ayudar en la tierra con oraciones, responsos, misas privadas "especiales", o mediante la protección y méritos de los santos, de ahí que muchos fieles desearan ser enterrados al lado de los santos (ad sanctos), o en lugares sagrados. En función de tal compensación proliferan ritos funerarios, tanto en entierros como en sepulturas: responsos, misas de réquiem, capillas funerarias y un número en constante aumento de capellanes para atender estas necesidades. Por otra parte, surgen las indulgencias, que son la aplicación de ese gran caudal de méritos acumulados por las virtudes de los santos, María y Jesucristo, tesoro que administran los ministros de la Iglesia.
Como se puede apreciar en este rápido recorrido histórico, el sacramento de la reconciliación ha ido evolucionando en una dirección que no reproduce precisamente la intención benefactora y generosa de Jesús con el pecador, sino que va agudizando la relación "confesión"-"pago o satisfacción por la falta cometida".Pero lo más grave es que esta práctica común ahonda la distancia entre el daño cometido y el arrepentimiento de corazón y el propósito de restablecer el daño causado. De modo que la víctima del daño no tiene nada que esperar como beneficio a partir de la práctica de la confesión de su victimario.Y al victimario en cuestión más se le enfatiza una mecánica relación con Dios, que su responsabilidad hacia su víctima.
           Parece como que sí es bastante urgente un serio esfuerzo por volver a poner las cosas en su lugar en lo referente a este sacramento.

Miguel Matos s.j